sábado, 11 de junio de 2011

lunes, 6 de junio de 2011

HUBO UN TIEMPO QUE FUE HERMOSO


                                                                       “Adiós Sui Géneris, Luna Park, 1975”

ANTES

Es una noche fría ésta, septiembre del ‘75. Las manos se acurrucan en el fondo de los bolsillos asomando apenas cuando aparece un porro o una ginebra. Todos le dan duro a la ginebra esa noche, hasta las chicas. 
Por las cuadras oscuras que bajan hacia el auditorio, los grupitos amontonados en las esquinas cuentan las monedas, calculando las entradas que pueden comprar. Las cuentas terminan casi siempre en gestos rabiosos y delirantes: el que propone empujar contra el molinete hasta conseguir entrar de prepo; el que se resigna, rendido a la evidencia y se aleja con un chau triste y llorón; el que explota de rabia ante la injusticia de la mishiadura para consumirse como una bengala de dos mangos ante los argumentos de alguno más razonable o prudente.
A un lado están las parejitas. Parecen fotocopias: las pibas petisas y embutidas en jeans pata de elefante desteñidos y zapatillas flecha, pelo llovido, chaleco peruano, los ojos amoratados de rimmel. Los flacos, largos rulos, camisetas de batik, pulóveres peludos, sandalias de cuero, la cara brillante y la mirada dulce. Se besan entre risas con furia, desafiantes y trastornados .
Ya avanzan las filas de los afortunados agitando sus entradas como banderitas arrugadas. Barras compinches siguiendo a cantores improvisados, bailando entre tonos desafinados y melodías colectivas hasta rodear el Luna Park, fanatizados por un par de boxeadores que los representan para pelear desde el escenario contra la frustración y la bronca cotidianas. Cada tanto revienta esa bronca y cien manos generosas se estiran para separar a los que se trompean sin encontrar un blanco adecuado contra el que descargar los desengaños.

DURANTE

La oscuridad los apabulla, de actores a espectadores en tres pasos. A medida que entran a la sala, los ruidos se amplifican mil veces, obligándolos a susurrar. Sobre el escenario, más oscuro que el resto del estadio, se oyen crujidos y corridas. Cada tanto, el haz de un seguidor cruza el aire como una espada, descubriendo movimientos quebrados y cuerpos sin cara.
Una nota engorda brutal, abriendo un tajo virtual entre las filas de butacas. Desde los costados del escenario surgen acordes que golpean al tuntún, envolviéndolos en una ola salvaje. La sorpresa juega fuerte en el comienzo de esa misa laica, moldeando brutalmente a los acólitos. Entonces un globo silencioso se expande por la sala callándolos, transformando el bullicio en una oreja gigante. Y la música viene, invitándolos a volar. Y vuelan.
Se reconocen destinatarios y protagonistas del espectáculo. Una ovación y mil más acompañan a esas voces y esos cuerpos que, libres al fin, se contorsionan arriba y abajo del escenario como engranajes locos encajando por fin en un mecanismo mágico.
Cada tanto, algunas caras se recortan del montón, proyectando su energía hacia el proscenio, golpeando a la banda con un abrazo extremo y sensual.
La ceremonia sigue y sigue y sigue. Y los cantos y los saltos y las luces malean los cuerpos, las ganas y las voces en formas nuevas, definiendo la noche, esa noche final y única.

DESPUES      

La luz aparece en el cielo del Este, cubriendo las paredes y adoquines del Bajo con una mano aguada de témpera rosa. Unos pocos de los excluídos esperan el desparramo para animarse a preguntar desde sus ganas. Los espectadores van saliendo lánguidos, las pilas gastadas y los ojos vacíos de llorar felicidad.
Poco a poco se disgregan y se alejan del templo ya frío que vomita gente, desinflándose como un globo abandonado. Rodeados por el aire fresco de la madrugada, suben por las cuadras empinadas hacia la ciudad que los espera adormilada y feroz frente a su furia inocente y los va recibiendo uno a uno, empujándolos cada cual para su casa, como marionetas en un pobre juego pueril.
Las calles que rodean el estadio quedan desordenadas, sucias y ausentes. Una voz solitaria se oye, rebotando contra las paredes legañosas, desafinando una estrofa: “Hubo un tiempo que fue hermoso... que fui libre de verdad...”

viernes, 27 de mayo de 2011

CAMINO

OFICIOS (fragmento)

Por el pasillo en sombras la fina alfombra de vapor que flota sobre el piso de cemento humedece los bajos de mis pantalones como si cruzara un campo al amanecer; está bien, porque son las siete y todavía es casi de noche.
El eco de mis pasos retumba sobre las baldosas del patio interno; me pego a la pared para dejar pasar un camión celular que entra lentamente por el portón verde; el paso es tan estrecho que casi no puedo respirar. El chofer me saluda: lo miro pasar con la mano levantada y sin reconocerlo. Los uniformes fusionan los rasgos individuales hasta promediar a todos en un mismo gris.
Una oficial de justicia con cara de sueño y un portafolios repleto de papeles apretado contra el pecho baja por la gastada escalera de mármol gris. Entre las sombras, el piso del hall central brilla todavía por la reciente pasada del escobillón. Miro hacia arriba como todos los días: los pasillos del Palacio están quietos y vacíos, aunque los ruidos del personal de maestranza anticipan los pasos y las voces que los llenarán hasta el atardecer.
Entro a uno de los ascensores que comunican las siete plantas del edificio; el ascensorista mueve sus palancas lustrosas elevándome lentamente desde la penumbra hacia la luz entre las inmensas columnas que sostienen el techo del Palacio. A pesar de los años que llevo viniendo aquí me siento insignificante (...)

miércoles, 25 de mayo de 2011

CALLES





Mirada analógica, imagen digital. Inquietudes pixelianas


Por Alfonso Parra AEC
Última actualización 03/08/2009

La dualidad entre el trato de la realidad por parte de la emulsión fotográfica y por los sensores de una cámara digital se hace patente: en la emulsión fotográfica vive una huella de la realidad, huella palpable impresa por la luz en el negativo y que el positivo, al necesitar de la misma luz, devuelve parte de la realidad que capturó en forma de analogías y relaciones. Por el contrario la imagen digital se pertenece a sí misma y aunque se origina con la captura de fotones por los sensores, enseguida esta captura es matematizada, digitalizada, cosificada y luego transformada una y otra vez sobre sí misma olvidando por completo su origen.



A veces, en mis clases, les propongo a los estudiantes un ejercicio que consiste en entregarles una fotografía digitalizada realizada por mí a cada uno de ellos, para que en su ordenador la vean y la modifiquen lo que quieran. La imagen suele ser la de un muro de piedra cubierto de musgo sobre el que reposa el tronco de un árbol. No deja de sorprenderme que normalmente a ningún estudiante se le ocurre la idea de no intervenir la imagen, y sólo aquellos que estaban ocupados y no habían tenido tiempo no realizaron modificación alguna. Con herramientas como el Photoshop u otras similares, todos suelen cambiar la imagen, de formas muy distintas, acentúan el color, rebajan el detalle o aumentan el contraste, crean texturas, etc.

Luego de ver las modificaciones, les enseño la imagen positiva en papel de aquel negativo, sobre la que no se puede actuar y que es fiel reflejo de la sensación que yo, como fotógrafo, tuve al mirar aquel paisaje. Y sin duda la foto en papel dice mucho más de lo que era aquel árbol cubierto de musgo, de la melancolía y la soledad, que todas las modificaciones de la imagen hechas por los estudiantes, que consiguen una realidad propia, pero en el fondo carente de interés para los demás, pues construyen la imagen desde un subjetivismo indiferente que ha encontrado en el digital su mejor herramienta.

La realidad a la que se refería dicha foto desaparece con sus intervenciones y la imagen en sí se configura como expresión de cada uno de aquellos que la modifica. La imagen es, en sí misma, realidad representada, expresión independiente de a lo que se referenciaba. Ya no importa el lugar al que la imagen se remite sino la imagen en sí misma, como manifestación del que la crea.

La palabra “analógico” viene de análogo, termino que expresa relación de semejanza entre cosas distintas. Según del diccionario María Moliner: “Se aplica, respecto de una cosa, a otra que, en algún aspecto o parte, es igual que ella”. Digital hace referencia a los números dígitos y en particular a los instrumentos de medida que se expresan con ellos. “Susceptible de ser expresado en cifras, o sea, contable” (M. Moliner).

La imagen digital es el molde que se saca de la huella, representación formal exacta de los contornos, de la profundidad, en definitiva de la forma. La huella misma es lo analógico; la realidad de la huella se relaciona con el entorno y se hace huella por relación con el ser que la creó. La visión del molde aporta datos pero en sí mismo no remite o se relaciona con lo que la originó.

En la emulsión fotográfica vive una huella de la realidad, huella palpable impresa por la luz en el negativo y que el positivo, al necesitar de la misma luz, devuelve parte de la realidad que capturó en forma de analogías y relaciones.

Por el contrario la imagen digital se pertenece a sí misma y aunque se origina con la captura de fotones por los sensores, enseguida esta captura es matematizada, digitalizada, cosificada y luego transformada una y otra vez sobre sí misma olvidando por completo su origen. La imagen digital abstrae y racionaliza olvidando nuestro pensamiento visual, el que desarrollamos por ver, el analógico. Así, las imágenes digitales aspiran a cierta perfecta racionalidad, cierto ideal “cartesiano” que las hace artificiales, irreales. Una imagen digital “perfecta”, “científica”, ¿no implica la muerte de la realidad representada? Los resultados del experimento con mis estudiantes parecen dar una respuesta afirmativa a esta pregunta. Sin querer entrar en precisiones técnicas, en la emulsión fotográfica, todos y cada uno de los haluros de plata (granos) que la forman reciben luz o no, y los granos están distribuidos en tres capas sensibles (mediante filtros incorporados) cada una al rojo, al verde y al azul respectivamente.

Dada la imposibilidad de la perfección, cada capa tiene una ligera contaminación de las otras dos, además la emulsión es sensible a la luz de forma logarítmica, como nuestra visión. Un sensor digital CMOS o CCD con patrón Bayer (un mosaico de filtros de color RGB que se colocan sobre cada píxel, de tal foma que hay más píxeles sensibles al verde que al rojo y al azul) calcula el color de la imagen utilizando la información disponible de cada píxel en relación con los que le rodean, creando así una matriz matemática de color expresada en 0 y 1, y por último, la sensibilidad de los sensores es lineal, es decir, el sensor digital a una cantidad de luz determinada genera una señal eléctrica proporcional, si la cantidad de luz es el doble de un valor dado, la señal también es el doble y así sucesivamente. ¡Afortunadamente nosotros no vemos de esta forma, estaríamos todo el día deslumbrados y ciegos! Pero como señala Otl Aicher citando a Wittgenstein: “Wittgenstein anota que la matemática es un invento, no un descubrimiento. El lenguaje es una herramienta no un retrato. Y las herramientas no son retratos de los mecanismos de la naturaleza.”

Lo analógico está más cerca del fenómeno que crea la realidad que fotografiamos. Una imagen en la que la realidad se refleja haciéndose luz retenida y luego revelada para iluminarse de nuevo en la proyección. La imagen digital ya desde la cámara se desliga de la luz para “racionalizarse”, matematizarse y convertirse en lógica distribución de luces y sombras, no representado lo que fotografiamos sino emulándolo. La imagen digital está diseñada por técnicos, ingenieros que someten, “ajustan” la realidad a sus cálculos y condiciones “ideales” olvidando el fenómeno, la individualidad y originalidad de cada suceso.

Pensemos, por ejemplo, que el negro de un positivo proyectado desde un sistema analógico sobre una pantalla blanca no tiene un límite definido, es un negro que invita a mirar más allá, que crea cierta profundidad al no desaparecer completamente por disolverse analógicamente con la luz del proyector que le traspasa. En digital el negro proyectado es un vacío, la nada, ausencia de información, siendo así el negro el limite real donde la imagen acaba, el muro que cierra por debajo como el límite del blanco lo hace por arriba. Parafraseando de nuevo a Aicher, “la imagen digital calcula la analógica evalúa”.

Como sabemos la imagen digital crea los distintos grises otorgándoles un valor numérico de 0 y 1, así el negro tiene valor 0 y el blanco valor 1, pero en realidad el negro para el digital es ausencia de luz, la “nada de luz” ¿dónde existe eso en la realidad?, ¿dónde se percibe un negro absoluto? Pocos han tenido la experiencia de un negro absoluto y aun así, si uno se encierra en una cueva y apaga la luz, la oscuridad es completa pero no por ello desaparece la sensación de espacio que en parte se encuentra dentro de nuestro cerebro.

En el negro digital no hay lugar al espacio oscuro, es simplemente nada. Una emulsión por el contrario en su densidad mínima muestra su cuerpo, su realidad física y transparente, el negro que la emulsión reproduce no es tanto un negro como un espacio ausente de luz o con muy poca luz, algo que se aprecia notablemente cuando se proyecta dicho negro en un proyector analógico. Si el negro en digital resulta de un cálculo matemático y por ende de “una ficción idealista” no lo es menos el blanco. En el mundo real no hay un blanco, hay infinidad de blancos de muchas y variadas intensidades y colores.
Sin embargo el sistema digital inventa un blanco que vale 1, 255 o 1024. De nuevo la emulsión es, con mucho, mejor reflejo de dicha diversidad, dando la posibilidad de establecer un diálogo, una relación entre los distinto blancos de la imagen con una verosimilitud muy lejos de la que proporciona el sistema digital.

La imagen analógica invita a no terminar en sí misma pues su propia condición le hace mezclarse con la forma en que vemos y pensamos, y si cabe es más honesta, pues aún en su imperfección se afana por parecerse a la realidad, por representarla, mientras que la imagen digital la suplanta: un lobo con piel de cordero. La imagen analógica, por simpatía con nuestra propia percepción del mundo, nos invita a mirar mientras que la imagen digital nos invita a intervenir, no en la realidad sino en la misma imagen y así crear un mundo propio, autista y no referenciado: “el medio es el contenido”.

La imagen digital nos enfrenta a la imagen en sí: un sistema cerrado con límites bien establecidos dentro de un mundo virtual que, por serlo, aspira a la perfección y por tanto a la separación de lo real, siempre analógico y caótico.

Quizá por eso la proyección digital es ya insuperable por la analógica, que incluye todos los “defectos posibles”: rayas, polvo, perdida de color de los positivos proyectados, desenfoques y en última instancia la visión misma del soporte de la imagen: el grano, la densidad mínima de la base. El digital, por el contrario, muestra imágenes limpias de todo soporte, ya que siendo virtual sólo existe como espacio matemático traducido a luz.

Aunque tanto en analógico como en digital creamos la imagen ajustando la realidad mediante la técnica fotográfica a las características del soporte, el segundo condiciona mucho más la imagen real que queremos representar, pues “la imagen ideal” a la que aspira lo digital somete a los espacios, con sus luces y sombras, a un corsé de apretadas coordenadas que finalmente presagia la desaparición de la verdad que hay en cada plano fotografiado. Sólo en los entornos virtuales, en la iluminación digital, en la creación con el mínimo referente a lo real el digital tiene un dominio absoluto, pues entonces allí desarrolla todo su universo auto referenciado de idealismo platónico.

Sin embargo, la imagen analógica para existir necesita de lo real, contrastarse y relacionarse con todos los elementos que se muestran y aún sin comprenderlo, es capaz de apresar una realidad en la vivimos sumergidos que es analógica, impredecible y arraigada en el caos. En el origen de la imagen fotográfica analógica está el uso, el desarrollo que todos los fotógrafos contribuyeron a crear, experimentando, contrastando y errando. A medida que tanto el analógico y especialmente el digital se han separado de los fotógrafos que “usan” las cámaras para captar el mundo, éstas se convierten no en herramientas sino en objetos mismos de conocimiento y así los foros se llenan de discusiones técnicas sobre resolución, gamma y tantos y tantos parámetros que sólo adquieren su justo sentido en manos de aquellos fotógrafos a los que no condiciona.

En una cámara analógica cualquiera puede identificar las piezas, por donde pasa la película, se distinguen los engranajes, los rodillos, la ventanilla por la que corre la emulsión, frente a una cámara digital que sólo pueden entender los “especialistas”, élite del conocimiento que acaban creando cámaras “matematizadas”, cada vez más ideales, y por tanto cada vez más incapacitadas para representar el mundo y su verdad en imágenes, pero si cada vez más potentes para crear un mundo propio desligado de cualquier realidad que no sea la que le es propia. No deja de ser significativo el reconocimiento de películas que son recreaciones digitales y que llevan a la cumbre a esta tecnología, véase sino 300, Sin City y tantas otras. A través de lo digital estamos idealizando la realidad hasta hacerla desaparecer, hasta perder su tiempo y sus correlaciones.

En muchas ocasiones, cuando he rodado documentales en lugares donde la pobreza y la miseria son la norma, me he preguntado cómo hacer para que la cámara digital no embellezca aquello, y lo desvirtúe hasta el punto de crear algo distinto, que es lo que ocurre normalmente dejando “actuar” a la cámara. Crear imágenes digitales que nos remitan a lo real requiere mucho trabajo, horas y horas delante de cámaras y monitores, además de procesos de iluminación mucho más complejos durante el rodaje que en analógico.

Parafraseando a A. Bazin, hay “dos tipos de directores de fotografía, los que creen en la realidad y los que creen en la imagen”, para estos últimos los sistemas digitales son una herramienta formidable en su capacidad transformadora, sin embargo para los primeros resulta insuficiente y la imagen digital se muestra como herramienta tergiversadora de la realidad que maneja. Lo digital muestra cierto desdén hacia lo que mira, tomándolo como un mal menor y necesario como origen para su desarrollo. El director de fotografía instalado en lo analógico vive inmerso en la realidad, está rodeado de forma inmediata por todo aquello que mira y que tiene su prolongación de forma natural en la emulsión fotográfica. El director de fotografía que cree en la realidad se deja ver por ésta, quedando atrapado en cada lugar por sus luces y sus sombras naturales, por el “aire” que allí se respira y que luego trata de llevar a la pantalla. Para este fotógrafo la emulsión analógica es su mejor aliado, pues se convierte en extensión propia del que mira y de lo que se mira.

El director de fotografía no es un científico, tampoco un técnico, no piensa en los fotones que llegan a la emulsión o los sensores, piensa en y con la luz, que en su imposible cosificación cae sobre las superficies, los objetos y los rostros. Respirar la luz y la sombra, y como se muestran a nuestro ojo, el de cada uno. Es más sencillo trasladar dicho respirar a la emulsión fotográfica que a la cámara digital, y no sólo por las cuestiones técnicas sino fundamentalmente porque la emulsión siendo analógica participa del modo de ser del mundo y de nosotros mismos. En su imperfección, concreta y real, reside su extraordinaria capacidad para representar el mundo. Por el contrario, el digital con su idealización matemática nos aparta de lo real para crear una imagen propia, desligada de lo fotografiado y que manipulada una y otra vez, adquiere entidad propia.

Me asombra cómo hay quien puede evaluar la interpretación de un actor, la luz o el maquillaje de un rostro a través del “monitor”, de un video digital que crea una imagen sobre lo real, a la que usurpa su verdad para convertirse ella misma en mensaje (aparte de que se vea mejor o peor técnicamente). Cuando uno está al lado de la cámara está pensando visualmente, sintiendo lo que respira el actor delante de la misma y todo lo que alrededor sucede y que también construye la imagen. Mirar por una cámara de cine es un mirar analógico. Cuando se mira por una cámara digital se ve ya una representación de la realidad, a través del visor electrónico y con ello una representación codificada y estructurada desde lo racional/técnico/científico, de ahí a veces la frialdad que se siente la mirar por esos visores, tanto que cuando ruedo en digital miro con el otro ojo para no perder las sensaciones y valores analógicos de lo que tengo delante.

Con todo, no hay que ver en la digitalización del mundo lo contrario a lo analógico, sino un paso más hacia cierto idealismo platónico, un logro sin precedentes del pensar racionalista inaugurado por Descartes. Una evolución de lo analógico sobre la senda tecnológica que al parecer nos aleja cada vez más de la realidad natural pero que por el contrario crea un mundo cada vez más humano y propio. Quizás sea un camino que nos lleve a la desaparición de la imagen y el arte que ésta es capaz de mostrar, pues renunciar a la realidad conlleva olvidarnos de lo otro y de los otros, y acabar sencillamente utilizándolos para la expresión propia más subjetiva. Es posible que seamos capaces de imitarnos a nuestra propia imagen y semejanza, a través de la imagen digital, pero aún no sabemos el precio que vamos a pagar por ello, ¿o si?

¿Un cine sin el autor?

Por Roberto “Tito” Cossa *
Escucho y leo a críticos de cine elogiar con fruición una escena de El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella. Uno de ellos la calificó de “memorable”. Es aquella que se inicia con una panorámica aérea de la cancha de Huracán, en pleno partido, y termina con la cámara siguiendo el recorrido de la pelota para meterse dentro de la tribuna.
Es, realmente, una escena sorprendente, de esas que sacuden al espectador. Ahora bien, ¿cuál es el verdadero motivo del impacto? Cualquiera de nosotros ha visto escenas tan vistosas como ésa, inclusive mucho más espectaculares, con técnicas más avanzadas. El cine norteamericano se regodea con imágenes donde la técnica es abrumadora: hombres que vuelan, ciudades enteras que estallan, ejércitos medievales de diez mil hombres. En fin, el cine moderno todo lo puede. Hasta en algunos avisos publicitarios se ven secuencias de una técnica más deslumbrante que la del film de Campanella.
Entonces, ¿por qué nos pega tan fuerte? ¿Cuál es el motivo del impacto? El tecnicismo vale, desde ya, pero la fuerza de la escena está en cómo el director la ubica en la historia, como continuidad –y excelente remate– de la que, para mí, es la mejor secuencia de la película.
Recordemos: el personaje de Darín anda detrás del asesino de una joven mujer. Tiene un sospechoso, su foto, y el único dato para identificarlo son unas cartas escritas por el presunto culpable. Las cartas están plagadas de apellidos de personas que no parecen tener conexión alguna entre sí. Hasta que los nombres son identificados por un borrachín de café (un David Di Nápoli impagable). Se revela que los apellidos pertenecen a jugadores de Racing de todas las épocas. Con esa abrumadora memoria que tienen los fanáticos del deporte recita uno a uno el identikit futbolero de los jugadores. Ahí está la pista: el asesino es una hincha fanático de Racing. De inmediato, la secuencia de marras: el estadio de Huracán –local en un partido clásico contra la Academia– y Darín y su compañero Francella descubren al asesino entre la barrabrava de Racing.
Es una virtud de la técnica, sin duda, pero la escena se enaltece por el significado que tiene en la historia. Es decir, virtud también de la narración. Es decir, del guión como relato preexistente. Es decir, del autor. Es la narración la que potencia la imagen con su carga de sentido.
Este es, a mi modesto juicio de mero espectador de cine, el problema de muchas películas del llamado, difusamente, “nuevo cine argentino” o “cine no narrativo”. Pareciera ser que los jóvenes directores parten de la imagen, se enamoran de ella, de un espacio, de un paisaje y después pergeñan la historia. Eso, cuando hay historia. Someten la narración a la imagen. Y no al revés.
No creo que el impulso de Orson Welles para filmar El ciudadano haya nacido del deslumbrante castillo donde Kane pasa los últimos días de su vida. Welles, dicen, se inspiró en un personaje real, un magnate del negocio periodístico. Y contó una historia. Y es muy probable que la narración haya conducido la cámara al castillo.
Está ocurriendo con el deslumbramiento por la imagen lo mismo que antes ocurría con el apego por la palabra. Así sucedió en el teatro. Autores que se enamoraban de un discurso, de un concepto, y los forzaban para introducirlos en la historia. Las palabras cobran fuerza sólo cuando nacen de la acción, es decir, de la historia. El monólogo de Hamlet es un gran poema en sí mismo, pero se constituyó en un emblema de la cultura universal porque forma parte de una historia poderosa y aparece en el momento justo. Mérito de la narración. Mérito del autor.
Muchas veces los directores parten de historias ajenas, pero no saben cómo entramarlas. En algunos casos, carecen de oído para los diálogos. O están cargados de imágenes, de paisajes y de sensaciones íntimas que no pueden convertir en historia. Esa es la tarea del autor. ¿Por qué no recurrir a ellos?
De todos modos, la película siempre pertenecerá al director.
* Dramaturgo.
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¿Es necesario un Director de Fotografía ?


Los avances tecnológicos han producido cámaras de video que, aparentemente, permiten grabar con muy poca intensidad de luz. O sea que las cámaras permiten registrar imágenes con niveles de iluminación extremadamente bajos. Y nótese que digo registrar y no fotografiar; fotografiar podría compararse a registrar como hacer literatura a escribir.
Porque la exposición, el hecho de medir los niveles de iluminación que caen sobre las diferentes partes de la escena para asegurarse que las imágenes se impriman en la superficie sensible, es el último de los pasos que debe dar el fotógrafo; es un paso fundamentalmente técnico, que surge de comprobar la intensidad de las luces, enfrentarlo a la sensibilidad del material, decidir en qué lugar de visibilidad o detalle estará cada parte de la escena, para entonces elegir el diafragma o en el caso de la foto fija, el par obturador/diafragma. La dirección de fotografía en cambio, comienza mucho antes, cuando el DF lee el guión; efectivamente, los primeros pasos para acercarse a una obra fotográfica, el fotógrafo debe darlos muy lejos de cámaras y luces,

Algunas de las capacidades necesarias para un buen director de fotografía: 
  • Tener un buen ojo fotográfico, en otras palabras ser capaz de encuadrar y reconocer buenas tomas.
  • Conocer y manejarse en comodidad con las técnicas fotográficas – cómo usar los lentes, como utilizar las luces para lograr las imágenes deseadas, como funcionan los medios de registro y la exposición.
  • Dominar el conocimiento sobre equipamiento cinematográfico y su funcionamiento, tales como cámaras, lentes, soportes, pantalla azul, steadicam. Esto incluye su funcionamiento tanto como su operación.
  • Poseer amplia experiencia en los procesos cinematográficos, desde la preproducción hasta la postproducción. Esto incluye trabajar con la casa de alquiler de equipos y el laboratorio cinematográfico, con capacidad de seguir el proceso hasta la copia final.
  • Ser capaz de colaborar con un director de cine para desarrollar una visión artística de una película y producirla.
  • Poseer la flexibilidad y capacidad resolutiva para manejar una producción donde las escenas no siempre funcionarán como están planeadas, sea por el clima, problemas de personal o equipo técnico, limitaciones presupuestarias o cambios artísticos. Esto incluye tomar decisiones rápidas, apoyadas en el conocimiento y la intuición, sobre cuales son los materiales y equipos más adecuados para resolver una escena determinada.
  • Mantenerse al día con los constantes cambios en tecnología y ser capaz de decidir cuál es el momento de abandonar una antigua y adoptar una nueva.
  • Ser capaz de manejar un presupuesto y equipo de gente, coordinando con los demás departamentos del equipo a fin de mantener la producción funcionando con suavidad y rapidez.